miércoles, 12 de noviembre de 2014

EL TRASTORNO DE SER PERIODISTA



Viendo el paisaje desde el balcón, habrá quien diga que para hacer periodismo se deben padecer ciertos trastornos de personalidad.

Tal vez el primero sea la compulsión por la lectura. El periodista lee, lee y lee. A veces por placer, pero la mayoría del tiempo para desmontar los trucos del escritor e imitarlos, para al final, si tiene estrella, mejorarlos.

Otras muchas veces lee buscando contextos. Es que el oficio del periodista es el hallazgo,  según dice el maestro Kapuscinski.
Aun en casa, escuchando música, o en el tráfico, en la playa o durante cualquier conversación humedecida con vapores de cantina, el periodista tiene el sonar encendido. Está buscando contextos.

Por eso son cómicos algunos administradores de medios quienes pretenden vigilar cuántas horas o cuántas líneas o cuántas fotos producen los periodistas y, en consecuencia, pagarles.
El periodista podría estar mirando hacia la nada, aparentemente estancado, mordiendo con sutileza un lápiz, y aún así estar trabajando. Su cerebro gira, en un proceso de molienda inusual en otros oficios. Pero a nadie se le ocurre pagarle por eso. No podrían pagar tanto.

El periodista está en “modo contextualización” las 24 horas al día. Mientras escucha música típica, o un radio reportaje sobre el cultivo de tilapia, o viendo una pelícuta de Jon Favreau, o el último documental de la iglesia en China continental, o leyendo una revista de modas y lencería, o de mecánica y computación, o escuchando el Jurado del Pueblo, o frente al mar mientras bebe vino. Podría estar caminando ante los anaqueles de un supermercado, con los ojos puestos en todas las etiquetas, sin tomar notas, solo tragando con los ojos colores y letras. Podría caminar sin rumbo en la ciudad, mirando sin mirar de veras la ciudad que cambia de vestidos y tonos de voz. Podría pasarse horas enteras en un salón de belleza, sentado, esperando a la mujer o a las hijas, viendo, captando, absorbiendo los quehaceres, las anécdotas, los olores, los usos y las tendencias que ya el año próximo se irán, para volver sobre la ola de otra moda en 20 años.

Contextos, el periodista siempre está a la caza de contextos.

Otro trastorno: es solitario. El periodista anda solo, porque en su solitariedad es que se conjura la semilla de la ignorancia. Uno va al grupo a validar, a enriquecer, a investigar… A contextualizar. 
El grupal es un trabajo de mesa que no debe durar mucho, porque duele, molesta, pica. Por eso enseguida vuelves al misterio, al silencio íntimo, al runrún del cerebro en molimiento. Vuelves a la solitariedad, que es donde se fraguan las acuarelas de tus textos.

Esta solitariedad a veces degenera en soledad. Porque se le entiende mal, porque la manejas hacia donde no es y se transfigura. Y por eso las familias de los periodistas se quebrantan. Sobre todo si es mujer, la ardua batalla de ser periodista y tener una familia articulada es una causa perdida. Porque el cerebro y el corazón juegan sus cartas en mesas separadas. Uno está, pero no está, y ellos no comprenden eso. Ni tienen porqué. Siempre la mente se hunde en el reportaje, la noticia, la investigación, el dato nuevo, la información inútil, o no. 

Aunque no tengas la laptop enfrente, ni un libro, ni la libreta de notas, tu mente se encuentra en “modo contexto”. Por eso el beso no se da a tiempo ni bien, no se abraza al ser querido ni se aprovechan las risas de los niños que crecen y crecen y crecen… y se van.
Por más que se intenta, el cordón que une el alma del periodista con los contextos no se rompe. Y el esposo, la esposa, los hijos siguen en una barca que navega más inmediata a la orilla, mientras el periodista se queda mar adentro en su tabla, en su vértigo del quién, qué, cuándo, cómo, dónde y por qué; el vértigo de beber los acontecimientos desde la primera fila.

El periodista es solitario,  por eso de joven el matrimonio es una utopía y, si lo logra, solo Dios hace el milagro de la argamasa. La mayoría de los platos, casi todos lejos de Dios, se rompen. (Gracias, Padre, por ser tronco en mi vida y mi familia, y aunque haya hecho de todo por mantenerme en mi tabla, me has atraído a la orilla).

Claro que hay periodistas que no siempre están en trance, que viven como la gente normal, y se limitan al horario de oficina, que saben desconectar el corazón apenas salen de la sala de redacción, y su cerebro se desdobla para vivir como el resto de los mortales, y se meten al gimnasio, a su clase de yoga, a la de piano y ballet de los niños, o a su jardín. A esos no me refiero. Esos no me interesan.

Me apasionan las ovejas perdidas, aquellas que por compulsas han provocado giros importantes en el oficio, aquellas que han puesto su sello personal y espiritual en el periodismo nacional, y marcan de alguna manera parabólica el contexto. Sí, porque por querer comprender su realidad, en su afán de estudio perenne y obsesivo, cambian esa realidad.

Y he aquí otro trastorno: el ego.

El periodista, relleno de contexto o no, crea realidades y puede llegar a sentirse dios. Se convence de que tiene la verdad de su lado. No toma en cuenta que, en el otro extremo del mundo, otra persona ha hecho el mismo esfuerzo que él, con resultados en su totalidad divergentes. Y es posible que ambos tengan la razón. Porque la verdad intelectual es un círculo, un anillo, que crece o se reduce según quien la logre; No es un broche para lucir… jamás un producto terminado.

Así, el periodista sigue en la suya, inflándose, hasta que se rompe. La humildad, que debiera ser cincel, tiene el filo roto. Por eso a veces el periodista sale de la trinchera y se convierte en francotirador, otro oficio de solitarios. Pone el blanco en la mira, y dispara. Sufre del ego de quien cree que no puede fallar, pero falla. Ocurre cuando deja de buscar contextos, cuando solo tiene en su retina el blanco, y no toma en cuenta el viento. Cuando el ego no te deja leer, aprender, reeditar, pensar. Cuando lo que importa es el sonido del disparo, y no la preparación del arma, la práctica, el discipulado.

Porque el periodista apresurado y ególatra se cree maestro. En este oficio, sin embargo, la maestría consiste en ser siempre estudiante. No hay descanso.
El periodista, más que hablador y pontificador, es preguntón. Siempre ha de parecer que está escuchando al de enfrente, lo hace sentir importante, ducho, sabelotodo, y así le saca información, la mayoría de la cual sirve más de contexto que de texto. El periodista se hace el tonto.

Al final de su vida, bajo los cuidados de algún nieto(a) o hijo(a) fiel, que perdona el abandono, rodeado de libros releídos y manidos, el periodista todavía bebe su trago de vez en cuando, y saborea los recuerdos, la bohemia del ayer, pero también se arrepiente de lo que pudo ser mejor y no fue. Hasta que se detiene su corazón.

En ese momento, ya no vale hacerse el tonto. Se acabaron los trastornos y el contexto... Llega el Texto, el Gran y Único Texto.


2 comentarios:

  1. Wao! Me permites publicar esto en una revista que tenemos en Querétaro? Se llama Cincel, casualmente, y trata de ser el telón de fondo en el ejercicio del periodismo. Gracias por tus palabras y espero que te vaya bien en tu tabla, y en tu orilla.
    Alma

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