viernes, 4 de septiembre de 2009

Desilusiones

Cuando fuimos novios, ella tenía doce años y yo catorce. Era una criaturita preciosa del primer año en el Instituto Bolívar, en San Felipe: blanca al estilo del pan, achinada, pequeña como un relicario, con una corta pero densa mata de pelo negro enmarcándole su cara de emperatriz japonesa, y con dos hileras de dientes que cuando reía me hacía temblar las piernas. Tenía un lunar junto a la boca, igualita a Blanca Rosa Gil. De los labios inmaduros le colgaban siempre unos besos de mujer hecha y derecha que me ponían a sudar por arriba y por abajo.

Lo que realmente me gustaba era ver cómo nuestros compañeros de colegio se morían de envidia. Creo que llegaron a odiarme. Procuraba pasear durante los recreos por la mayor cantidad de lugares posibles, para que todos me vieran. Cuando ellos estaban cerca, aproximaba mi boca a su oído, le besaba furtivo el cuello de muñeca, o el pabellón limpio de oreja, mientras metía ladino una de mis manos en el bolsillo de su falda para rozarle los muslos, atrevimiento que ella censuraba pellizcándome las costillas, mientras me fulminaba con una mirada sacada más de su inventario de picardías que del de la furia. Ellos nos contemplaban... y sufrían.

Un día le mentí para escaparme solo a un sarao de la Federación de Estudiantes de Panamá en el antiguo club de golf de San Francisco, que por entonces no llevaba el nombre de Omar. Me escapé reído y engavillado. Llegué con mis compinches y nos encontramos en un berenjenal, donde todo era estridencia, relajo, faldas cortas, jerga maleanteril, y bastante "rocopeo", que es la palabra que los colonenses usan para referirse a esas eventualidades eróticas sin mayores consecuencias.

A mí me gustó una fula del Remón Cantera. La aceché por horas (o ella me acechó a mí, porque a fin de cuentas a esa, y a cualquiera edad, los hombres terminamos siendo la presa), y por fin logré ponerla en el centro de esa cosa animal y reptil que se organiza en los bailes tumultuarios estudiantiles, que se mueve milimétricamente como un todo y que mientras más hacia el núcleo se hace uno, la atmósfera se torna más caliente, más salivosa y más venérea.

Yo no sé por dónde apareció la emperatriz japonesa. Sólo recuerdo que escuché mi nombre, levanté la cara --porque la tenía sumergida irreverente en el regazo maternal de mi fula-- y ahí estaba ella, esta vez mirándome iracunda, sudando a mares y con un puño cerrado que no demoró en poner sobre mi nariz.

Hasta ahí llegó el noviazgo, y el episodio pasó de inmediato al libro de burlas del salón, donde aprovecharon para vengarse. Todo porque no pude ser leal. Porque me comporté como un político cualquiera, de esos que hacen del incumplimiento de la palabra su divisa y su recurso.

Con los años entendí lo que es sentirse engañado, utilizado, solo. Sentí esa especie de amargura en la boca que te deja la desilusión. Y no solo en lo romántico; también en la vida diaria, cuando un amigo te falla; cuando el semáforo está dañado, a pesar de que tú pagas los impuestos al día; cuando suben los precios de todo, y no hay libros ni suficientes ni buenos en las librerías para huir al mundo de la fantasía e ignorar la dura verdad.

Como cuando terminas de leer este blog y te sientes estafado, porque no encontraste nada nuevo en el fondo de la copa, y sabes que el bloguero no tenía argumentos ni fábulas ni filosofía ni nada...

5 comentarios:

  1. Se ve que desde infante eras una amenaza, pela'o. Y ahora viejo y pellejo sigues en las mismas... se te congeló el cerebro.

    Buena columna, entretenida.

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  2. la desiluciòn nos deja un profundo sabor de boca, como si el paladar y la vida tenìan la esperanza de buscar algo màs y aun despues de no encontrarlo lo siguieran buscando.

    Excelente blog, felicidades...

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  3. Estimado ex jefe me encantó esta historia. Encontré su blog por pura casualidad y me quedé atrapada en la lectura.
    Un abrazo,
    Irma Rodríguez Reyes

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  4. ¿Qué se han hecho los saraos?... Excelente.

    Luigi

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