martes, 23 de noviembre de 2010

VÍCTOR

En un crepúsculo reciente, mirándole los ojos a una amiga a la que le leo poesía, me puse a recordar a Víctor Franscechi, el periodista y amigo chiricano que fue arrancado de nuestras vidas en un accidente de tránsito, de eso hace ya varios noviembres. Por su memoria, estas líneas marchitas.

Hace unos años la muerte abrió el hocico para tragarse de tajo a Víctor Franceschi en una vuelta del camino. Pero no es al difunto a quien recuerdo hoy, sino al periodista sagaz y escurridizo, quien para mí sigue fresco cual lechuga, como aquella vez en un rincón mal iluminado del jorón Zebede en David, donde bebimos ron a raudales, hablamos de lo mismo que todos los bohemios de pasta dura -política y mujeres-, y él recitó poemas de amor a las cinco de la madrugada con su voz de león.

Nunca entenderé su danzafobia del todo, y menos porque sé que era un parrandero dogmático, es decir, creía en la fiesta obligada tres noches por semana, era dueño de un pulmón extra para conversar y reír a carcajadas sin pausas durante 18 horas o más, y ostentaba ese poder de seducción que tienen los cantantes de serenatas, con el que a todos nos hacía creer que éramos el centro de atención, cuando en verdad era él quien gobernaba a su antojo el vaivén de la pachanga, y de la vida misma, que vivió a plenitud. 

Pero no se crea que Víctor Franceschi fue un sibarita sin conciencia. El tipo era y sigue siendo en nosotros un animal político, tal como diseñó Aristóteles el concepto, con ideas claras sobre la democracia partidaria, justicia social y la participación popular. Era perredista porque nadie es perfecto, pero fui testigo de cómo desde su posición de comunicador fustigó sin disimulo a los militantes de este colectivo que, a su juicio, iban de entuerto en entuerto en la provincia chiricana que tanto amó. Fue inmisericorde con los delincuentes y con los burócratas, sin importar su filiación política, sin temor que le dañaran a muchos familiares cercanos que trabajaban para el gobierno. 

Lo conocí durante un receso del juicio por el asesinato de Hugo Spadafora, hace casi veinte años. Cuando me lo presentaron venía en jeans, suéter, gorra de béisbol, una barba de tres días, y con su inseparable maletín ejecutivo en el que, me di cuenta con el tiempo, siempre llevaba "un documento secreto". He llegado a pensar que para él, su maletín tenía el mismo valor vital que un riñón o una pierna. 

No es mi intención presentarlo como una mezcla de lazarillo de Tormes y Che Guevara. Nada más alejado de la realidad. Víctor era (¡es!) un humano corriente, pero nada común, con más defectos que virtudes, que resbaló incontables veces, pero que supo reincorporarse tantas otras, dejándonos a todos con la boca abierta y riendo, porque salía de los atolladeros fumando el Marlboro que terminaría matándolo de todas formas, sin un rasguño visible, y bajo las cejas de diablo una mirada pícara con la que nos hacía señas para irnos de farra. 

Sí, le extraño, porque todavía no acepto que una flor se deshaga no bien abierto el cáliz: Víctor no cumplía 37 años cuando su reloj se detuvo. Y cierro con la misma reflexión que anoté el año en que murió, cuando me enteré del funesto accidente de tránsito: "Razones tuvo el Divino Hacedor para reclamar tu presencia frente a Sí. Algo urgente habrá pasado por esos lados del edén, que hacía perentoria tu presencia. Sólo así se explica este arrancamiento doloroso".

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