lunes, 11 de octubre de 2010

SER PERIODISTA

Estoy haciendo lo único que verdaderamente me condimenta la risa y la vida, y de paso le asegura a mis hijos el pan: escribir. Se trata de una terapia barbitúrica de la que echo mano desde muy niño, cuando tenía que inventarme el mundo, porque el que tenía me aterraba con sus apariciones coloniales, la pobreza solemne, y el humo azucarado de la mariguana: tres hilos de una tela de araña en la que también se trenzaba, como equilibrio en la balanza, la adoración de mi mamá, la pachanga perpetua en la vieja casona de San Felipe, y los amigos que más quiero en el mundo y como quienes no he encontrado otros, y a quienes últimamente les he privado de mis locuras por estar montado en una montaña rusa existencial que tiene los gritos atravesados en los ojos. 

Escribo, pues, para sacar del burdel que llevo en el alma la imaginería que, de permitir que se me pudra dentro, me volvería loco. 

Por eso me hice periodista, porque era la única profesión que me permitiría exorcizar esas ganas de hilar e hilar palabras obsesivas cada día. No puedo negar que también me atrajo la idea de que sólo el periodismo me iba a garantizar para mis cuentos la materia prima de los hechos noticiosos, en un país donde hasta la más cruel de las verdades parece sacada de una película de ficción. 

Fue una decisión brutal esa de estudiar periodismo en los años ochenta, cuando para la gente de pluma sólo había dos caminos: el silencio cómplice o una buena dosis de palos. No voy a decir aquí que la treintena de muchachos que nos metíamos todas las mañanas en las mazmorras universitarias lo hacíamos por algún tipo de inspiración heroica, o por simple y sudoroso masoquismo. Sé que para algunos la carrera de periodismo fue la primera puerta que se abrió en la vorágine estrepitosa de la vida, y no les quedó otra. Pero, para una jugosa mayoría, fue un verdadero llamado del alma y, para mí, un urgente tren al que me subí sabiendo que no había boleto de regreso, y mucho menos altos en el camino. 

Y así ha sido. En una misma semana he tenido sentado frente a mí a un antropólogo forense capaz de resolver asesinatos en España a partir del diente roto de un cadáver; a un relator de la OEA con aliento alcohólico, en su oficina en Washington; y a un puñado de semidesnudos "biladors", o guerreros indígenas kunas, quienes juraron exterminar a machete y fuego a los colonos santeños de Tortí. 

La vida se me ha ido en los aeropuertos, en diversas ciudades del Globo, conversando con artistas, políticos, filósofos, guerrilleros y trashumantes de todo tipo; en los prostíbulos clandestinos de metrópolis de toda marca, inclusive Panamá, donde nos topamos con un trasiego de cuerpos que llegaba hasta la más altas esferas del poder; en las cárceles, en los estudios de grabación y, por supuesto, frente al escritorio, atizando los demonios de la computadora, que presuntuosa me muestra la rayita vertical que parpadea, en inequívoca señal de que lo estoy pensando demasiado, y me hace falta escribir la palabra siguiente. 

Por eso enoja (quise decir "cabrea") que después de todo este delirio, que no es ni la mitad del que muchos colegas han gozado y padecido antes y mejor que yo, haya quienes defiendan la idea bárbara de la cinta adhesiva en la boca, porque en las alturas del poder no admiten que se diga todo, ni se muestre todo y, mucho menos, se critique todo. Allá se piensa que los periodistas somos una manada de bichos incultos que amenaza con sus palabras el equilibrio de poder. 

A esa gente les digo que es verdad que muchos disparatados salen de las aulas a la calle con una grabadora en la mano y nada en la cabeza. Esos, tarde o temprano quedan atrapados en la sopa fría de su propia mediocridad. Otros viven su profesión con seria dedicación y esmero de actualización, sin dejar de ser errabundos alegres, y hacen de su trabajo una parranda artesanal y científica a la vez. Los periodistas estamos y estaremos siempre aquí. Unos para bien, otros para mal. Los políticos en el poder van y vienen. Unos para bien, la mayoría para mal. Son estrellas fugaces que tarde o temprano se apagan, y a nosotros nos toca reportar su desaparición.

4 comentarios:

  1. Esto que has escrito con el alma pegada a lo más profundo de tu ser debe leerlo todo el mundo desde el que está por nacer hasta el que está por dejarnos...TREMENDO MENSAJE...gracias Eduardo por compartirnos tus sentimientos...geraldine

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  2. Siga adelante, periodista. Si no nos vacunamos ahora, quién sabe cómo puede terminar esto. Mira a México, Colombia y Guatemala. Mejor hacer la pelea en este nivel y no cuando sea demasiado tarde.
    Siempre le leo.

    Nicanor

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  3. Vienen tiempos duros. No se rajen. El país los necesita.

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