lunes, 30 de noviembre de 2009

MORIR POR LA PATRIA



Los tipos tenían pinta de asesinos. Con el tiempo supe que llegaron a serlo, o por lo menos se dedicaron al robo a mano armada y al narcotráfico, y esos negocios terminan con gente difunta. Estaban en la misma escuela que yo, venían de Curundú, y porque así siempre es, chocaron de frente con quienes vivíamos en San Felipe. Querían nuestras canchas de juego, nuestras torres de las iglesias, la arena de nuestra playa, y nuestras chicas. El odio era a muerte.

Un día, y estoy seguro que no fue por casualidad, ambos bandos se toparon, y empezó la pelea. Ninguno de nosotros pasaba de los 13 años.

Un compañero de salón vino a buscarme, agitado por la carrera y el miedo, y escupió la noticia a gritos: "¡los manes nos pararon (...) los pela’os [mi grupo, éramos seis] están solos (...) tenemos que ir a tirarla [la mano] con ellos (...) la vaina es por la bodega El Manito!".

La hora, seis de esa tarde. Era diciembre, cuando las sombras se apresuran a salir. La batalla se libraba en una calle más oscura de lo debido detrás de la Catedral. Los “malos” habían conseguido refuerzos del Duque, un instituto vocacional famoso por el talento de cuchilleros de sus estudiantes, residentes todos en barrios más bajos que el nuestro, donde se desayuna con un revólver sobre la mesa.

Le dije a mi amigo que fuera adelante, mientras yo me preparaba para la contienda; pero lo que hice fue cerrar con siete llaves la quejosa puerta del cuarto de inquilinato, para encerrarme por mil años ahí si fuera necesario, hasta que pasara el peligro.

Sí, fui cobarde. ¡ja!

Hoy, viejos todos, nos reímos del episodio que gracias a Dios y a la Policía, no pasó de algunos ojos morados y uno que otro músculo torcido. Los amigos nunca me recriminan por mi "sabia" decisión. Pero cuando el incidente aún estaba fresco, uno de ellos [el mismo que me fue a buscar para que diera “apoyo logístico” para la lucha] sí me confesó burlón que no entendía ese instinto de conservación mío porque, siendo pobre, cuidaba de la vida como si fuera millonario o, por lo menos, burócrata. Me aseguró que ni los ricos ni los políticos exponen el pellejo y, como yo, dejan que los otros derramen la sangre, para ellos contar los cadáveres y escribir la historia, además de quedarse con la tierra, la plata y la gloria. Eso me dolió más que cualquier golpe que hubiera recibido de la pandilla aquella.

Con los años, y después de mucha observación y lecturas multicolores, concluyo que mi amigo tenía razón. ¿Cuántos hacendados o políticos influyentes han fallecido en nombre de Panamá? Ninguno que yo sepa. Si me equivoco, procedan con el dato pues me interesa. A algunos de ellos se les ha visto hombro a hombro con la gente común en momentos muy difíciles para el país, es cierto; pero cuando se prende el rancho, los fallecidos siempre han salido del mismo lado: del vientre maldito del arrabal. Los "monos gordos" mueren en cama, de puro viejos, de un ataque al corazón, o de cáncer, con hinchadas cuentas bancarias, y propiedades de costa a costa y de frontera a frontera.

Tal vez parezca una idea tonta, pero sería honesto hacer un gran monumento que contenga los nombres de todos aquellos que en el siglo XX murieron luchando en nombre del mito dulzón llamado patria: desde Victoriano Lorenzo a quien, según entiendo y no quisiera discutir los detalles, todos dieron la espalda al final de la Guerra de los Mil Días, en 1903, hasta el último de los caídos durante y después de la invasión de 1989, cuando ni un solo perredista encumbrado ni oficial de las Fuerzas de Defensa dio la cara, y mucho menos la vida. [Hago la excepción de Daniel Delgado Diamante, para ser justo con la historia que conozco].

Por supuesto, habría que incluir al reguero de muertos de todas las décadas intermedias: la revuelta del 25, la revolución Tule, los del 32, del 47, del 58, del 64, los de la dictadura militar y, además, los albañiles caídos en 1995 durante las protestas por la reforma laboral, y los de estos últimos años debido a la confrontación del SUNTRACS con los sindicatos que ellos llaman amarillos.

Este monumento sería una recompensa espiritual aceptable, aunque mínima, que serviría para demostrar (o hacer creer) que el sacrificio no fue en vano, a pesar que las familias de los muertos, y esa cosa sin pie ni cabeza llamada pueblo, ha recibido muy poco, o nada, a cambio.


P.D. Yo también me pregunto qué haría hoy, con todo lo que sé y he vivido, si tuviera la oportunidad de regresar a ese momento cuando mis amigos se jugaban el honor detrás de la Catedral. ¿Iría? ¿Volvería a esconderme? Ojalá tuviera la forma de ponerme a prueba otra vez. En serio, anhelo tener 13 años de nuevo.

6 comentarios:

  1. Yo también quisiera tener 13 años. No sé si hiciste lo correcto; pero sí es verdad que aquí estás, contando la historia.

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  2. Amigo mio... saboreo cada escrito suyo... siga así... Dios le bendijo a usted con un coordinado y expresivo intelecto... me siento orgulloso de usted como mi amigo... siga así...-
    Su amigo Franklin Caballero Baker

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  3. Gracias, Frank. Te veo, cuando te veo (por TV) más delgado y mozetón. No creas que me olvido de las instrucciones que me diste hace como 15 años: "Si alguna vez me atropella un carro y quedo muerto en la vía, ¡préndele fuego a mi maletín!".

    Prometo que cumpliré.

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  4. A mí me pasó algo parecido en Curundú. Nos fuimos la pandilla de San Miguel a liarnos con ellos. Fuimos muy silenciosos a través de un camino trillado, junto a la fábrica de Coca Cola. De pronto, nos vimos rodeados por los otros negritos y ellos blandían cuchillas. Mi curiosidad era saber si nos las iban a enterrar... por suerte no pasó de unos buenos puñetes en el estómago que me quitan el aire cada vez que lo recuerdo, entre risas nerviosas.
    Saludos,
    Modesto A. Tuñón F.

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  5. órale, cuate, que bueno que soy mujer, ustedes los niños son puras broncas, mano. Parece que comen gallo todos los dias.

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