viernes, 16 de octubre de 2009

Viejo papel

He ahí el diploma universitario, colgando de la pared cual crucificado de papel. ¡Tanto denuedo! ¡Tanta pestaña consumida en madrugadas hirvientes! ¡Cuánta amarga desventura por tenerlo! Si se mira desde este rincón de la oficina o de la casa, da hasta risa pensar en su destino final. Pero no hay que carcajear delante de él; no cabe la hilaridad en el mismo recinto donde yace un penitente. Lo que se impone aquí es la lágrima. O la indiferencia, que es el lugar común donde tarde o temprano terminan acostándose el diploma y el graduado.

¡Si tan solo fuera más útil! Debiera ser comparable a una tarjeta de crédito, un pasaporte, la licencia de conducir, un billete ganador de lotería extraordinaria, el certificado de compra para una tienda por departamentos, la hipoteca de la casa, un boleto de ida y vuelta a Italia o Nueva York, o el certificado de garantía de por vida de un Rolex... Pero no, nació para vivir así: clavado a la pared, cuando no "protegido" en alguna gaveta del hogar paterno.

Ojalá pudiera uno exhibirlo en una vitrina, como los dulces de una pastelería. O colgárselo al cuello, a guisa de medallón. Lo práctico sería llevarlo siempre en el maletín o, mejor aún, debajo del brazo, para que sirva de amuleto contra ese tipo mortal de mal de ojo que arrasa con las clases profesionales cada vez que se sale de su Caja de Pandora el demonio de la recesión.

Pero entonces le tiran al graduado en la cara la diferencia entre carreras. Por estos lados del mundo no es lo mismo tener un diploma que diga, en grandes letras góticas, "neurocirujano" o "médico nuclear" o "criminólogo" o "ingeniero termoeléctrico", a uno que tenga escrita la más vilipendiada de las palabras: "periodista". Un periodista (o "foliculario" y "gacetillero", según lo tilda con desdén el diccionario) es visto como el vecino ruidoso del barrio, el loco, la mosca en la sopa. Muchos arrugarían la cara y seguirían de largo a paso veloz, si un diploma de este tipo estuviera en la vidriera de la pastelería.

Pero quien lleva el oficio en la sangre, quien llegó a la sala de redacción no por accidente, ni porque fue la primera puerta que se abrió en la carrera estrepitosa de la vida, sino por razones espirituales, casi esotéricas, a ese no le duelen las miradas de soslayo ni el cuchicheo; ese vive una aventura cada día, porque las emociones de una hora nunca son iguales a la de la siguiente, es un errabundo feliz y hace de su profesión una parranda artesanal.

Ese, el graduado periodista, también tiene su diploma colgado en la pared cual mártir de calvario. Pero, a diferencia de los demás, este caro pedazo de papel sí tiene función de pasaporte: sirve para viajar hacia el dulce desvarío de la eternidad.

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