viernes, 11 de septiembre de 2009

Yo, policía

Trataré de ser breve, entendiendo la brevedad no como atributo del espacio o del tiempo, sino como la advirtió Séneca: todo depende de qué tanta sabiduría adquieras entre un segundo y el siguiente; cuánto absorbas del saber de otros. Siendo así, hay ancianos que no viven nada; jovencitos que tienen una larga existencia.

Entonces esta columna será diminuta o extensa si ustedes, adorados lectores, encuentran en sus palabras (“esqueletos de mi grito”, diría el poeta dominicano Manuel del Cabral) algo que sirva para su banco de datos vital o si, por el contrario, les resulta estiércol y nada más.

Ahí va:

Este oficio de periodista me da el beneficio de la primera fila. Para bien y para mal. Ante mis ojos pasan datos sueltos, hechos o documentos aislados que, juntos, se convierten en información y, si esa información reúne ciertos requisitos que la doctrina llama “factores de audiencia”, en noticia.

Un hecho aislado, por ejemplo, fue el de esa persecución policial a pie tras un zanquilargo carterista que corría tanto o más veloz que un leopardo. Los policías, un hombre y una mujer, iban rezagados. La muchacha más. Ella era gordita y bajita. El ladrón huyó por un coladero que nunca antes había visto, aunque todos los días paso por ese lugar. Algún resorte mal ajustado en mi cabeza hizo que me uniera a la caza. Puse el auto al lado de la mujer y le pregunté si me permitía llevarla. Ella, sin voz, movió la cabeza en gesto que interpreté como afirmativo; fue una seña más bien dislocada, como la de esos perritos de juguete que se ponen en el tablero de los taxis. Me detuve apenas, y ella se lanzó como un saco de papas sobre el asiento trasero, desde donde empezó a jadear. Eran sonidos guturales, estertores, mal mezclados con algunas frases como “por ahí”, “no pares”, “dale, frena, acelera” “se nos va…, izquierda…, mételo al agua, agüeva’o”. Es que estábamos en un trillo lleno de huecos, desaguaderos por lo que vi salir un líquido entre azul y verde, además de heces fecales, luego una quebrada maloliente, un vertedero improvisado; escenarios que se me antojaron impensables en el centro de la ciudad que yo conozco. Hasta que por fin volvimos a aparecer en el mundo conocido, con el auto hecho un asco y los amortiguadores resentidos. El ladrón estaba ahí, frente a nosotros, con los ojos abiertos de terror al darse de boca con el capó ardiente, tal vez pensando ¿de qué parte del infierno salió esta gente?

La mujer policía, todavía resoplando, se bajó del carro y junto con su compañero —que llegó no sé por cuál costado— agarró a palos al zanquilargo, que lloraba como un bebé cada vez que el tolete tocaba su cuerpo. Aparecieron muchos otros uniformados, esta vez en motos y radiopatrullas; un ejército del orden para someter a un bandolerucho que entonces, bajo la mancha de palos que le daban, no me pareció tan peligroso. Así contribuí al combate contra el crimen, sin que el hecho apareciera, gracias a Dios, en ningún titular.

Las pandillas
Una redada en El Chorrillo. Días antes habían sacado del pabellón de máxima seguridad de la cárcel La Joyita a quien se dice, pero no se ha podido probar en los tribunales, es el cabecilla de la más sanguinaria de las pandillas del área, Bagdad, quien responde al nombre de Jorge Rubén Camargo Clarke. En la cárcel, la súbita extracción del supuesto pandillero provocó un motín, con rehenes y todo. Cuando se les comprobó a los reos que su “jefe” estaba sano y salvo, todo volvió a la tranquilidad. Entonces empezaron las redadas en el barrio.

Hoy sabemos que Camargo Clarke, conocido mejor como “Cholo Chorrillo”, fue sacado de la cárcel por dos motivos: uno, su vida corría peligro, pues la otra organización criminal del barrio (no podría decir si la llamada “Patio Sucio” o “La 27”) había puesto precio a su cabeza; y, dos, venían las redadas y no querían que el sujeto supiera por adelantado los movimientos de la Policía.

Los hechos hacen sospechar que Camargo Clarke, donde quiera que lo tengan (me dicen que lo tienen en la mismísima sede de la Policía en Ancón, donde en algún momento estuvo el narcotraficante Castrillón Henao), sabe quiénes son los informantes que consiguió la Policía, tiene acceso a teléfono y algunos creen que desde su refugio da órdenes de matar o dejar vivir. Y puede ser, pues al día siguiente de la gran redada en El Chorrillo, la madre del “sapo” principal, quien reveló a las autoridades dónde vive o se esconde cada pandillero, fue asesinada a tiros frente al Instituto Nacional. En el tiroteo salió herida una niña de primaria. ¿Quién sabía el nombre del informante? ¿Tres, cuatro personas a lo sumo? ¿Cómo pudo la pandilla, en menos de 24 horas, cobrar venganza? Después de esa fecha los muertos caen como agua de lluvia en el barrio (hijos, hermanos, tíos, padres, conocidos o simples vecinos de un enemigo o del otro), y en el ojo de este huracán encarnizado se encuentra Jorge Rubén Camargo Clarke.

El comisionado policial que condujo las redadas en El Chorrillo ya no está al frente de esa misión. Está en su casa esperando órdenes, y algunos consultados piensan que será detrás de un escritorio. ¿Por qué?

¿Por qué tanta alharaca con las pandillas? Contesto así: Es conocido que estas organizaciones se dedican al sicariato en el país; hacen de la piratería en los semáforos su fórmula de ingresos continuos (así que cada vez que compramos una película, música, lentes o perfumes adulterados, estamos financiándolas); su liturgia de iniciación incluye asesinatos a inocentes, cualquiera que esté en una heladería, por ejemplo, secuestros exprés, latrocinio en todas sus modalidades; son usadas por las organizaciones dedicadas al narcotráfico internacional para todos sus “trabajos menores”, y se quedan con droga que distribuyen a nuestros hijos. Por eso estas palabras-gritos.

África
Darién. En la espesura de la selva, diecisiete hombres negros que hablan una lengua misteriosa son capturados por la Policía de Frontera. La única palabra que se saben en español es “refugiado”.

Llegan así, por decenas. Vienen del sur de América. Su destino final: Estados Unidos. Nadie puede explicar con certeza de dónde sacan los veinte mil dólares que cuesta llegar al nuevo continente. Son hombres provenientes del llamado “Cuerno de África”, que incluye a países en guerra brutal como Somalia, Eritrea y Etiopía. Es una de las regiones más pobres del mundo. Allí no hay veinte mil dólares a la mano de nadie. No hay bancos ni financieras ni cooperativas ni nada. Lo que abundan son las milicias, los guerrilleros y los asesinos profesionales.

Por venir de ahí, la ONU los protege y no se les puede deportar. Ocurre que la ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados) está recibiendo información de la llegada de estas personas antes que pisen tierra panameña. ¿Cómo es eso posible? ¿Quién corre la voz y no informa a las autoridades locales?

De buena fuente supe que el ejército colombiano maneja información sobre el entrenamiento que algunos de estos africanos han dado al Frente 57 de las FARC, que actúa muy cerca de la frontera darienita. No olvidemos que uno de estos “refugiados” fue detenido en Chiriquí junto a tres nepalíes y un checo, y se determinó que pudiera estar involucrado en el supuesto asesinato de Susan, la esposa del primer ministro de Zimbabwe, Morgan Tsvangirai. Sin saber, teníamos al posible autor del magnicidio en una celda de la oficina de Migración en Tumba Muerto.

Otro dato suelto: Algunos de estos “refugiados” africanos son musulmanes, y se investigan sus nexos con Al Qaeda, y la posible ayuda financiera que estén recibiendo del eje bolivariano.

Tengo mucho más entre pecho y espalda, pero esto se está tornando más que breve y no quiero aburrirlos. Tal vez en un futuro cercano les comparta otras anotaciones de mi gastada libreta. Algo como, por ejemplo, ¿por qué estuvieron por meses en un depósito estatal los equipos que sirven para identificar a todo aquel colombiano que ha cometido un delito en su país y que, mediante un software desarrollado por el Departamento Administrativo de Seguridad, DAS, de Colombia, se actualiza mensualmente? En Panamá teníamos siete de estos bichos encajetados, mientras entraban y salían a su antojo los doctores Jekyll del hermano país suramericano. Si sigo vivo, se los cuento pronto.

P.S. Tuve que detener la confección de esta columna por tres horas. Una amenaza de bomba nos obligó a desalojar el edificio donde está ubicado el diario que me da trabajo hace 20 años. Sasha, y su compañero Jairo, un babeante pastor alemán, ambos caninos del comando anti explosivos de la Policía Nacional, determinaron que podíamos seguir viviendo…, era una falsa alarma.

5 comentarios:

  1. Ahora sí que este tipo se nos volvió loco. A comprar ropa negra para su entierro.

    ResponderEliminar
  2. cuenta todo lo que sabes, que yo te defiendo.

    ResponderEliminar
  3. Ey, no cojan la vaina a relajo. Esto suena bonito, pero es muy delicado. A mí me dio miedo.

    ResponderEliminar
  4. caramba, eduardo, me estás dando un susto

    ResponderEliminar
  5. fjcaballero@yahoo.com6 de octubre de 2009, 15:17

    Eduardo ... muy buena tu descripciòn de lo que sucede y me parece interesante como columna de cualquier diario pero con sobrenombre, verbigracia : el Guachi... jejeje... tu amigi franklin

    ResponderEliminar