viernes, 24 de julio de 2009

Medias sucias

Traigo de vuelta un tema remojado: las mujeres fueron creadas para reformatear la vida de los hombres. Primero están las madres, las abuelas, las hermanas, las vecinas. Luego la esposa. ¡Pobre de aquel que tiene dos, tres y hasta cuatro amantes! Cada cual le impone un ritmo, una velocidad, un aroma. Y la divisa diaria, más que no confundir los nombres, es recordar qué le gusta a cada una, de manera que la máquina del amor no se tranque ni explote en la cara.

Eso me exacerba un viejo recuerdo. Durante veinte años mi madre me condicionó en dos rutinas ineludibles: primero, anudar los calcetines sucios para que no se perdieran en la lavandería y, segundo, colocar bolitas de alcanfor en la gaveta de los calzoncillos para conjurar la acción carroñera de las cucarachas, que abundaban en el viejo caserón de San Felipe.

Esa liturgia íntima marcó mi vida. ¡Hasta que me casé!

La madre de mis hijos derribó estos hábitos con argumentos irrebatibles. Me dijo que eso del nudo en los calcetines era inadmisible porque no toleraba el tufo al momento de soltarlas. El asunto era que no imprimía la presión con los dedos para aflojar las ataduras, y tenía que recurrir a su hermosa dentadura para morder un lado del amarre, mientras con las manos halaba el resto de aquella naturaleza muerta, que despedía los efluvios de un cadáver.

Al tercer día de matrimonio cayó como una piedra el ultimátum sobre la pequeña mesa del comedor: “no quiero un nudo más (…) si lo haces, te dejo”.

Desde entonces no hay un par de medias completo, y la guerra –aunque de baja intensidad- ha sido larga y muy cómica, porque entre regaños y frases como “¡te lo dije, mi mamá tenía razón, déjame amarrar los cochinos calcetines!”, siempre surge un episodio como el de hace unas semanas, cuando aparecí en una reunión importante con una media azul y la otra púrpura.

El lío de los calzoncillos es mucho mejor.

A mi esposa nunca le importó que las cucarachas acabaran con la ropilla que va debajo de mis pantalones, y desterró por completo el alcanfor de los cajones. Y lo hizo porque está convencida –obcecada, diríamos con el tiempo- de que el perfume de estas bolas níveas tiene propiedades debilitadoras de las facultades amatorias en el hombre. “No me gusta ese olor, y si se te va a caer el ánimo, que no sea por negligencia mía”, sentenció.

La verdad es que no he visto cucarachas por esos lados, y no han hecho falta los benditos alcanfores. La cuestión de las facultades amatorias dejémosla para otra columna.

4 comentarios:

  1. Jajajajaja. Me estoy acordando de una antigua suegra que quiso obligarme a planchar los calzoncillos. A veces nos volvemos a ver y le pregunto si su nuevo yerno cayó en la trampa. Jajajajajaj

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  2. Me reí un montón. Siempre odié el olor del alacanfor, así que bien por tu esposa. En el caso de mi esposo, pues le tocó acostumbrarse a mi desorden, él era casi obsesivo. Las medias dejaron de perderse cuando comenzó a amarrarlas, pero cuando eso dio inicio en la rutina matrimonial, también intercambiamos tareas: él es quien las pone en la lavadora. Dixit

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  3. Yo, por si acaso, como quiero seguir por un buen rato navegando por el Nilo de mi esposa, voy a sacar las bolitas de alcanfor de la gaveta de la ropa interior.
    Carlos Fong

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  4. TU RELATO ME HACE RECORDAR A MI HERMANA MAYOR QUE SIEMPRE A MANERA DE RELAJO LE DICE A MIS HERMANOS VARONES QUE A ELLA LA TIENEN QUE RESPETAR PORQUE POR MUCHOS AÑOS SE JODIO LAVANDOLE LA CANELA QUE DEJAN MARCADAS EN SUS CALZONCILLOS

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