sábado, 18 de julio de 2009

Los veinte

Tal vez usted que lee esta hoja ya pasó por los vendavales de los veinte años. Es una etapa cachimbona esa, ¿no?

Al principio uno cree que todo es posible, que la vida empieza y termina aquí, en mis puntas, que siempre tengo la razón, ¿para qué dormir?, mis papás y los profesores son unos tontos, es que no saben que Dios me habla al oído, y se tienen respuestas a todas las preguntas, porque andamos con el “manual especializado para la vida” prensado en el sobaco.

También es la época del ideal, cuando uno quiere cambiar el mundo, cuando no se aceptan las medias tintas, y se piensa que la vida es blanca o negra, sin grises. Ahí es cuando se definen las profesiones (a veces pensando en eso de cambiar las cosas), uno se casa (sin tener la menor idea de lo que significa amar), y se consolida lo que seremos en el futuro, palabra oscura y medio esotérica que usamos a cada rato, aunque todavía no tenemos claro para qué sirve, pero suena muy bien... tiene alas.

Tengo un conocido que anda metido en el huracán ese de los veinte años. Viéndolo desde mis cuarenta y tantos, parece un remolino con pies. Está hecho un nudo. Tiene un hijo. Vive solo. Se va quedando con dos carreras a medio palo. Estudia ahora, pero no sabe por dónde se le derrama la vocación. Habla hasta por los codos: opinando, opinando, opinando. No le hace daño a nadie, pero no se cuida él. Quiere ser el centro del espectáculo. Anda del timbo al tambo, entre senos grandes, rubias y pelinegras, bailadoras todas (¡qué envidia!), casi no descansa, y jamás, pero jamás, cree que se equivoca.

Me recuerda mucho al que era yo por esos años, cuando estaba seguro que después del Crucificado, Eduardo. Entonces tenía la receta perfecta para hacer la revolución. Me veía como parte esencial de un movimiento social que se extendería por América Latina, cuyo núcleo conceptual sería obligar a todo ciudadano, por decreto y so pena de cadalso, a decir la verdad.

Ahora que veo a mi amigo, desde las canas que intento sin éxito esconder, siento envidia. Porque de alguna manera permití que la vida me ganara las apuestas, y dejé de pensar que la renovación es posible. Empecé a transigir, es decir, dejé de creer. En algún momento, acepté el gris, y ahora no sé cómo sacármelo de las tripas.

¿Será por eso que me invento mundos ilusorios, y los convierto en cuentos, novelas y poemas, porque el mundo de verdad me ganó el juego? Me consuelo escuchando el verso de Bob Dylan: Nadie es libre. Hasta los pájaros están encadenados al cielo.


Pensando en algo de esto se me escurrió por los dedos este poetardo:

Voy dejando
en el camino
la crisálida
de este hombre

que no soy.

Me duplico
y transformo
en algo más
que esta metáfora
y aquel insomnio.

Se dibuja
la nueva carne
con voz más firme
de manos grandes
para tu cuerpo.

6 comentarios:

  1. Este sí me llegó; me identifico. Gracias por sus palabras, y ojalá encuentre ese gris que le hace tanto daño.

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  2. Eduardo, yo he pensado q con los años se ve toda la gama de colores entre el blanco y el negro, no sólo los grises, la vida en tecnicolor, todos los pixeles..:-)

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  3. Este si golpea el alma, se descubre en un simple verso la soledad que lleva dentro. Si hace un año atrás hubiese leído algo así te aseguro que me hubiera desmoronado, pero hoy es una razón para saber que el único momento importante es el presente. Con canas o no, con edad o sin ella, es lo único verdadero....

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  4. Eduardo, me encantó el poetardo...loco inventor de palabras..recordé cuando escribimos poesía a cuatro manos...y los veinte, los 40 o los 10...cada uno tiene su magia, su oruga, su crisálida y su mariposa...

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  5. Cachimbona la vaina. ¡Feliciteichon!

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  6. Del carajo muy buena reflexion, se nota que te estas preparando para ser abuelo. El recuerdo de Los 20 es bueno lo malo es estar en los 40 con la comezon de los 20. En foto a blanco y negro exiten muchos tonos de grises y eso es lo que hace este tiipo de fotografia un arte.

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