miércoles, 17 de junio de 2009

Ser periodista

Estoy haciendo lo único que verdaderamente me condimenta la risa y la vida, y de paso le asegura a mis hijos el pan: escribir. Se trata de una terapia barbitúrica de la que echo mano desde muy niño, cuando tenía que inventarme el mundo, porque el que tenía me aterraba con sus apariciones coloniales, la pobreza solemne, y el humo azucarado de la mariguana: tres hilos de una tela de araña en la que también se trenzaba, como equilibrio en la balanza, la adoración de mi mamá, la pachanga perpetua en la vieja casona de San Felipe, y los amigos que más quiero en el mundo y como quienes no he encontrado otros.
Escribo, pues, para sacar del burdel que llevo en el alma la imaginería que, de permitir que se me pudra dentro, me volvería loco.
Por eso me hice periodista, porque era la única profesión que me permitiría exorcizar esas ganas de hilar e hilar palabras obsesivas cada día. No puedo negar que también me atrajo la idea de que sólo el periodismo me iba a garantizar para mis cuentos la materia prima de los hechos noticiosos, en un país donde hasta la más cruel de las verdades parece sacada de una película de ficción.
Fue una decisión brutal esa de estudiar periodismo en los años ochenta, cuando para la gente de pluma sólo había dos caminos: el silencio cómplice o una buena dosis de palos. No voy a decir aquí que la treintena de muchachos que nos metíamos todas las mañanas en las mazmorras universitarias lo hacíamos por algún tipo de inspiración heroica, o por simple y sudoroso masoquismo. Sé que para algunos la carrera de periodismo fue la primera puerta que se abrió en la vorágine estrepitosa de la vida, y no les quedó otra. Pero, para una jugosa mayoría, fue un verdadero llamado del alma y, para mí, un urgente tren al que me subí sabiendo que no había boleto de regreso, y mucho menos altos en el camino.
Y así ha sido. En una misma semana he tenido sentado frente a mí a un antropólogo forense capaz de resolver asesinatos en España a partir del diente roto de un cadáver; a un relator de la OEA con aliento alcohólico, en su oficina en Washington; y a un puñado de semidesnudos "biladors", o guerreros indígenas kunas, quienes juraron exterminar a machete y fuego a los colonos santeños de Tortí.
La vida se me ha ido en los aeropuertos, conversando con artistas, políticos y trashumantes de todo tipo; en los prostíbulos clandestinos de ciudades centroamericanas, además de otro en Panamá, donde nos topamos con un trasiego de cuerpos que llegaba hasta la más altas esferas del poder; en las cárceles, en los estudios de grabación y, donde más, frente al escritorio, atizando los demonios de la computadora, que presuntuosa me muestra la rayita vertical que parpadea, en inequívoca señal de que lo estoy pensando demasiado, y me hace falta escribir la palabra siguiente.
Por eso espanta que después de todo este delirio, que no es ni la mitad del que muchos colegas han gozado y padecido antes y mejor que yo, haya quienes defiendan la idea bárbara de que para ser periodista no se necesita estudiar. Con ser un poco culto, basta y sobra, dicen.
A esa gente le digo que es verdad, que hay muchos disparatados que salen de las aulas a la calle con una grabadora en la mano y nada en la cabeza. Esos, tarde o temprano quedan atrapados en la sopa fría de su propia mediocridad. Otros viven su profesión con seria dedicación y esmero de actualización, sin dejar de ser errabundos alegres, y hacen de su trabajo una parranda artesanal y científica a la vez.
Quitarle esa dignidad académica e intelectual a la profesión será como permitirle a un carpintero que haga una operación de riñón.
De paso, a mis colegas, les recuerdo que los pocos caminos que llevan a la excelencia pasan de manera inevitable por cientos de horas de lectura, y lectura, y lectura, y más lectura. Solo leyendo se atrapa la palabra y la vida, y es la única manera de devolverlas, el tiempo y la idea, al ruedo.

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