viernes, 12 de junio de 2009

Bajo la lluvia

Llovía a mares. Era casi mediodía y el río arterial de miles y miles de carros impedía avanzar más de siete pulgadas por minuto. Era el aguacero del final del mundo. Un bus asesino hizo añicos un toyotita ahí adelante. Así son ellos, los buseros, "andan por el mundo como elefante ciego en una cristalería", pensé, copiando versos ajenos. Pero yo había decidido que nada me alteraría así que ignoré el asunto, tranquilo en mi cabina presurizada, con Claudia de Colombia cantando al fondo, el aire acondicionado a media potencia, y mirando llover. Me gusta la lluvia. Me gusta el gris.
Entonces la vi. Más bien lo que vi fue la exuberante mata de pelo negro, como cola de cometa, cuando movió sensualmente la cabeza al abrir la tapa del motor del auto. Se le había dañado el carro bajo el temporal, y en una curva de la congestionada vía. Me sorprendió que saliera, dispuesta a mojarse. Las mujeres no hacen eso. Más bien esperan. Y aprovechan para retocarse el rímel frente al espejo retrovisor.
Para mi escándalo, nadie se bajó a ayudarla antes que yo. Le pasaban al lado como si fuera un animal muerto, y eso me enfureció. "No te preocupes, mi reina, ya voy en tu auxilio", le dije en voz alta desde mi nave, con la ilusión de que me oyera.
Pero cuando hice ademán de detener el auto junto al de ella me di cuenta de que era feísima. Ese no era un perfil, sino el contorno de un tanque de guerra, del que sobresalía repelente la nariz amenazante como un misil, y una dentadura escabrosa enmarcada por un tupido bigote. Estaba empapada, la cascada de pelo negro convertido en pantano tenebroso, con rayones de betún en la cara (era la grasa del auto), y una facha de fantasma peligroso que me heló la sangre. Justo cuando pasé a su lado, los ojos muy juntos, draculescos, debajo de la espesa selva de sus cejas oscuras, se clavaron en los míos, y mi pie se negó a pisar el freno.
Aceleré como todos los demás para arrepentirme después. No fue eso lo que me enseñaron en casa ni en el movimiento scout. Debía ayudar a todos, sin distinción y sin pensar en recompensa. Por eso di vuelta a la cuadra, debajo del diluvio que caía, para volver a la lerda fila de carros que, cual serpiente de latón herida de muerte, se negaba a moverse hacia delante.
Cuando llegué a la curva, quince minutos después, no estaba. Ni ella ni el auto. Y empezó a crecerme en el alma la hierba venenosa de esta vergüenza inadvertida. Por haberme convertido en un canalla. Porque no me di cuenta cuándo perdí la candidez. Afuera, seguía lloviendo a mares. Y empezó a llover en mí.

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